Visita al Convento

El ser el más pequeño de mis hermanos implicó que tuve varios sobrinos a temprana edad.

Entre mis funciones estaba el llevar a Manolo al colegio de las monjas, aunque yo estaba en otro. Antes de ir a clase lo llevaba, lo dejaba en la cola y me iba. Pero la salida era lo que realmente me gustaba, mientras lo esperaba, me subía a las escalinatas de la iglesia de Santiago y miraba hacia las ventanas de la planta alta donde estaban las clases de las chicas de segunda etapa. Al percatarse de mi presencia se acercaban por turnos a la ventana, con el pretexto de tirar algo a la papelera o afilar el lápiz. Este ritual se repetía muchas veces, pero una tarde una de las chicas me lanzó un trozo de jabón duro, que usaban para realizar trabajos manuales.

Después de varios falsos amagos para devolverles el proyectil, ante la insistencia de las chicas por recuperarlo, lo lancé con tanta fuerza que entró en la clase por encima de la cabeza de una de las alumnas, que no lo pudo atrapar, y atravesando toda la clase, rompió el cristal de la ventana que daba a la clase vecina. Ante el estruendo y la cara de susto de las chicas, recogí a Manolito y nos fuimos a casa.

A la mañana siguiente, como tenía que llevar de nuevo a mi sobrino, me armé de valor y de todos mis ahorros y me planté delante de la directora, una monja que me llevó hasta la clase con la ventana rota, y delante de todas las alumnas, me explicó el peligro que había corrido una de las niñas al caerle fragmentos de cristal en la cabeza.

Cuando pedí perdón y me ofrecí a pagar los desperfectos, agradeció mi gesto, pero rehusó aceptar mi dinero.

Después de todo, esto de dar la cara, no fue tan grave, quedé como un valiente caballero, visité el colegio de las chicas y me hice popular entre ellas, una mañana redonda. ¡Que iluso era!

Foto: Colegio Jesús Sacramentado.

Visita al Convento - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez