Añoranzas

El viejo, aunque ya estaba jubilado, se entretenía cuidando de sus cabrillas. Todas las mañanas se levantaba antes de salir el sol y tras un breve desayuno salía a segar hierba con la fresca. Tenía que ponerles de comer, limpiarles las camas —que no era otra cosa que sacar el estiércol generado el día anterior— y esparcir una nueva capa de hojas secas en el suelo de la gañanía, que mezclado con los excrementos producía el preciado abono. Luego les ponía la ración de millo —un auténtico manjar para las machorras— que las dejaba entretenidas mientras las ordeñaba.

Terminada estas labores a las doce en punto, se presentaba en casa, se aseaba y se sentaba a la mesa para comer su único plato de potaje.  Le espolvoreaba gofio o lo escaldaba con la sopa del propio guiso y lo condutaba con algo de queso viejo para engañar al paladar. Contaba que eso ha sido así durante muchos años, y lo que antes tragaba por necesidad, luego lo siguió comiendo por nostalgia.  

Tras la siesta, en la que nunca conseguía oír el parte entero en la radio,  se levantaba, volvía a envainarse el cuchillo canario, pues solo lo dejaba sobre el tapete de encaje de la centenaria cómoda cuando descansaba. Sin él se sentía desnudo, lo llevaba a todas partes y lo usaba como si fuera una navaja suiza multiusos. Según él, valía para todo y lo único que le faltaba era el sacacorchos.

Una vez pimpollado salía a la carretera, a un lugar asocado, donde sentado en asientos de vetustos cantos acolchados con cartones, se pasaba la tarde jugando a la baraja, hasta que refrescaba o empezaba a oscurecer. Allí echaba interminables partidas de envite, que contabilizaban con millos, piedritas o fichas de algún juego de intelect incompleto.

Ha pasado casi una veintena de años y aún giro inconscientemente la cabeza cuando paso por ese lugar, esperando verlo cantando ¡Envío! o arrojando con fuerza las cartas sobre la rustica mesa de juego.

Añoranzas - (c) - Rito Santiago Moreno Rodríguez