La pinza

Esther era feliz hasta la mañana que encontró aquello entre los pliegues del asiento delantero del coche. Aquel asiento era el suyo, al que ella había dado forma, y al que le notaba hasta el más leve cambio de posición. Como cada domingo estaba limpiándolo. Al pasar la aspiradora notó que algo estaba obstruyendo la entrada; la desconectó y pudo ver que se trataba de una pinza para el pelo con incrustaciones de coral negro. Ella nunca había tenido nada parecido. En la pinza había  un pelo rubio lacio, y ella lo tenía rizado y negro.  

De pronto empezó a sentirse mal. Estaba como en una nube, aunque seguía limpiándolo, ya no era consciente de lo que hacía. Solo pensaba en la dichosa pinza. ¿Quién sería su dueña? ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Se estaría preocupando sin motivo? Con cada pregunta que se hacía, se sentía mucho peor. Estaba sofocada, le ardían las orejas, y notaba como los latidos del corazón pulsaban en su cuello provocándole una vibración visual similar a la que le producía los sillones de masaje del centro comercial; solo que ahora no era nada agradable.

Ya estaba a punto del infarto cuando vio aparecer a su marido saliendo de la casa, al otro lado de la acera, con el periódico en la mano y preguntándole algo, que en su estado de enajenación no llegaba a entender. Entonces decidió ir a su encuentro sin advertir que se aproximaba un coche. Arrollada cayó al suelo, golpeándose en la nuca con el bordillo de la acera. Entonces le oyó decir, como en una repetición en cámara lenta:

—¿Cariño, has visto la pinza de regalo que te vino con el dominical?

Esther murió en el acto, pero luciendo una enorme sonrisa, sabiendo que su marido le seguía siendo fiel.

La pinza - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez