Mi tienda de aceite y vinagre

Una de mis ocupaciones era ir a comprar a la tienda de Pepito Ojeda donde mi madre tenía crédito. Como era solo un niño, las vecinas que vivían cerca siempre venían con prisas y se colaban diciendo:

—Solo es una cosa que viene mi marido y no tengo hecho el almuerzo.

—¡Ay Ritillo! ¡Déjame comprar a mí! Ya tú tienes todo hecho.

También cuando llegaban los proveedores tenían prioridad, tanto para descargar mercancías, como para recoger el pedido que casi nunca estaba escrito. Pepito lo iba relatando, mientras el mayorista anotaba pacientemente.

Los clientes habituales, aparte de las vecinas ya mencionadas, eran los trabajadores de la carpintería de Perico Ruiz o los de la lavandería. De tarde en tarde aparecía por allí alguien buscando un producto agotado en otras tiendas. Hasta llegó a aparecer algún turista perdido para que le preparasen un bocadillo y seguir su camino.

Algunos sábados el hijo de Fefita Melián venía de Las Palmas a visitarla camino de Agaete. Solía llegar acompañado de un amigo suyo que se quedaba mientras tanto en la tienda contando historias muy entretenidas de cuando emigró a Venezuela. Yo lo escuchaba con la boca abierta. Para mí estar allí, apoyado en el mostrador y medio sentado sobre un saco de papas, era el mejor de los pasatiempos. Esos momentos, los vividos en la barbería, o los que pasaba escuchando a los abuelos sentados al atardecer hablando y tallando con el cuchillo canario cualquier trozo de madera o rama, fueron mi mejor escuela.

Pepito reservaba una esquina del pequeño y saturado mostrador donde servía un pizco de ron y algún enyesque a los trabajadores, que camino de casa paraban todas las tardes a conversar con algún amigo, antes de ir a descansar después de una larga jornada.

Pero pronto llegaron los supermercados y los autoservicios, y con ellos las prisas.

Mi tienda de aceite y vinagre - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez