Una calle con mucha vida

Foto: Felito repartiendo helado en su bicicleta.

 

A pesar de que no estaba asfaltada, mi calle era diariamente muy frecuentada, la mayoría eran personas procedentes de otros barrios que la atravesaban para coger la guagua, camino al trabajo o en verano a la playa; en sentido inverso venían las sardineras con su barreño de zinc a la cabeza, pregonando su mercancía:

— ¡Sardinas! ¡Chicharros! ¡Bogas! ¡Fresquitaaa!

Todos los días nos visitaban tres panaderos. El primero en llegar era Manolo porque tenía la panadería más cerca. Después, cuando los chiquillos íbamos camino de la escuela, aparecía Pinito Gil desde el pueblo. Y por último, repartía algún hijo de Carmita, la panadera de San Isidro. Algunas tardes también venían pregonando pan de millo, de papas o de huevo; para nosotros era como una golosina, solo comparable a los cucuruchos de helado que anunciaba Felito, el de los mantecados, tocando su inconfundible trompetilla.

No faltaban los vendedores de cupones y loteros. Al que recuerdo con más cariño es a Santiaguito Sarmiento, que pregonaba y vendía sin bajarse de su inseparable burra. El amigo Sarmiento era muy desconfiado, imagino que su profesión lo requería. Muchas veces nos pedía que le arrancásemos una rama de tarajal para fustigar a la burra. Cuando alguna vecina preguntaba si Santiago había pasado, lo primero que hacíamos era recorrer la calle, y ver si la burra había dejado su inconfundible sello antes de responder.

Pero quien más impactaba a la chiquillería era Pablito, recorría todas las calles y barrios con sus machos cabríos, cubriendo las cabras por encargo. Nosotros lo perseguíamos para satisfacer nuestra curiosidad; pero él siempre nos espantaba. Entonces nos vengábamos imitando el sonido que emitía el semental cuando estaba cubriendo a las hembras.

Periódicamente aparecía el afilador que se anunciaba con su peculiar instrumento musical. Las mujeres salían a la calle con todos sus objetos cortantes en la mano: tijeras, cuchillos y navajas. Para cualquier observador ajeno al asunto podría parecer los preámbulos de una batalla callejera.

Los fines de semana estaban reservados a los cobradores: funerarias, peleterías, tiendas de muebles, bazares y para algún vendedor ambulante. Mi madre les llegó a comprar algún capricho para el ajuar de mis hermanas, o como ella lo llamaba, ropa para guardar.

 Una calle con mucha vida©Rito Santiago Moreno Rodríguez